Guardería Spielberg
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Guardería Spielberg

Guardería Spielberg

Ser actor infantil en una película de Steven Spielberg ha sido un sueño para muchos, pero una
realidad que muy pocos han alcanzado.

“Mi país es mi infancia”, dejó escrito Antoine de Saint-Exupéry, pero también pudo haberlo dicho en algún momento Steven Spielberg y su significado y alcance serían idénticos: la constatación de que el incesante magma de sensaciones, vivencias y descubrimientos que se experimentan durante los años infantiles determinan en gran medida el rumbo vital de cualquier individuo en su futuro. Muchos maestros del cine han abonado sus grandes películas con ese sustrato esencial, desde Bergman a Fellini, desde Truffaut a Hitchcock, o desde Chaplin a Saura, pero casi ninguno de ellos ha logrado como Spielberg que la traslación de ese universo primigenio a través de sus películas tenga tal poder de identificación que pueda ser compartido por públicos de cualquier edad, cultura o religión, venciendo incluso al paso del tiempo que, como ya se sabe, altera o deteriora la percepción de tales evocaciones.

De los 37 largometrajes del cineasta de Cincinatti (obviamos aquí sus documentales, episodios para tv y telefilms, así como sus trabajos de productor o productor ejecutivo o simple consejero técnico), ocho de ellos tienen como protagonistas o personajes destacados a niños o niñas en edad escolar, esto es, dependientes de sus familias, sujetos a un control parental más o menos estricto, receptores, en fin, de influencias familiares. En situaciones concretas se nos presentan como niños solitarios, carentes del afecto de un padre ausente o, en el mejor de los casos, ensimismado o ajeno a la presencia del hijo que busca en él su reflejo identitario, y en momentos extremos, el total abandono o la separación forzosa de ese núcleo familiar que les conduce y protege. Los destellos de esa infancia más o menos herida se pueden percibir incluso en momentos dispersos de películas de Spielberg donde ya no hay niños y todos son adultos o jóvenes que caminan por sí mismos y resuelven como pueden los conflictos que la vida les va planteando.


A este respecto se han dicho muchas cosas: que si en cada uno de esos personajes infantiles hay un poco del propio Spielberg, de sus miedos, de sus carencias, de sus peculiaridades de niño tímido y delicado, aunque de imaginación desbordante… Igualmente se afirma que sólo los niños y los adultos que no han perdido la mirada infantil pueden cruzar el umbral de los guiños y complicidades que esos críos ficticios van ofreciendo a través de las imágenes y las historias del director.

Pero al margen de todas esas apreciaciones, más o menos subjetivas, la presencia de tales niños en sus películas requiere también otro prisma de observación más prosaico pero de obligada referencia: cómo llegaron los pequeños actores y actrices que los interpretan al universo Spielberg, cómo esa especie de epifanía fue para ellos el inicio de una carrera cinematográfica, o tan sólo una experiencia que no alteró un rumbo distinto al de los focos y las cámaras.


Jay Mello fue el primer infante tocado por la varita mágica de Spielberg. Ocurrió en Tiburón (1975), la segunda película del director para el cine, y el pequeño Jay tenía siete años cuando fue elegido para interpretar a Sean Brody, el hijo pequeño del sheriff que vigila la playa amenazada. Spielberg ya apuntaba maneras de cómo manejar al respetable: las apariciones del niño Sean, o sea, la inocencia tiernamente indefensa ante el acecho del escualo, eran un contrapunto que el espectador percibía con difusa inquietud. Aunque todas las informaciones insisten en situarlo como actor, el caso es que el ahora cuarentón Jay Mello, asociado a la estela de la bestia marina, aparece acreditado como un ya joven Sean Brody en Tiburón. La venganza (Joseph Sargent, 1987), después en un documental también referido al animal, y nada más. No se sabe si Jay Mello se comió al tiburón o fue al revés.


Sin duda, la “guardería”, o mejor, la “cantera” de Spielberg para aportar nuevos valores al cine de Hollywood, empezó a funcionar con E.T. El extraterrestre (1982). De un reparto infantil casi coral, dos nombres se destacaron claramente del resto: Drew Barrymore y Henry Thomas. La niña Drew tenía siete años cuando logró el papel de la pequeña Gertie en esta película. Era ahijada de Spielberg, y ya había hecho una prueba el año anterior para Poltergeist, aunque no fue elegida. Su Gertie le abrió el camino del cine, aunque avales no le faltaban, ya que era la descendiente más joven de los Barrymore, una ilustre saga de actores. En su contra jugaba un entorno familiar nada positivo, y Drew tuvo una infancia turbulenta donde se mezclaron las drogas, el alcohol y una precocidad sexual nada aconsejable. Pero Drew sobrevivió a todo aquello, y con el tiempo ha logrado consolidar una carrera de actriz junto a la cual la niña gritona de E.T. también se ha convertido en una concienciada activista de causas solidarias. Por su parte, Henry Thomas, el Elliott amigo del extraterrestre abandonado en nuestro planeta, tenía once años cuando obtuvo el papel, y la fama que le sobrevino tras esta actuación casi estropeó su infancia, porque todos le conocían como “el niño de E.T.”, aunque Henry sólo quería ser él mismo. Estuvo en el Top 100 de las mejores estrellas infantiles, y superando todos los traumas de una niñez sobreexpuesta a la fama, ha continuado su carrera en el cine como actor adulto, que incluso ha llegado a trabajar a las órdenes de Scorsese.


Entre miles de aspirantes al papel del pequeño Jim en El imperio del sol (1987), Spielberg se fijó en un chaval de once años, Christian Bale, que a esa edad ya tenía experiencia como actor de teatro y había aparecido en algunos spots publicitarios. Fue una elección que acreditaba el buen ojo del director para el potencial interpretativo infantil. De hecho, ante la brillante carrera posterior de Christian Bale, Spielberg ha declarado que se trata del mejor de sus “descubrimientos”. Bale es un auténtico camaleón, que igual adelgaza hasta quedarse en los huesos para su obsesivo personaje de El maquinista (Brad Anderson, 2004), que engorda notablemente y simula calvicie para ser el antipático Dick Cheney de El vicio del poder (Adam McKay, 2018). Otro descubrimiento de Spielberg, cuya continuidad todavía está por confirmar ha sido el de Ruby Barnhill, que saltó a la fama tras ser elegida por el director para ser Sophie en Mi amigo el gigante (2015), una de esas niñas especiales que pueblan el mundo literario de Roald Dahl.


Además de descubridor, Spielberg también ha sido clave para apuntalar las posibilidades de jóvenes aspirantes. Lo hizo con Vanessa Lee Chester, la adolescente Kelly de El mundo perdido: Jurassic Park (1997), que ya tenía cinco años de experiencia y ha seguido la carrera de actriz. Lo mismo ocurrió con los hijos de Tom Cruise en La guerra de los mundos (2005). Dakota Fanning, la niña Rachel, ya venía de actuar en dos películas y después de alcanzar la popularidad al aparecer en este film de Spielberg ha continuado una línea ascendente. Otro tanto supuso para Justin Chatwin, que era Robbie, el hijo mayor de Cruise, ya adolescente entonces y que ha seguido trabajando para el cine y la tv. También tenía cierta experiencia Ariana Richards, que fue la joven Lex en Parque Jurásico (1993), cuando contaba 14 años. Ariana, que ha terminado graduándose en Bellas Artes y Arte Dramático compagina su actividad de actriz con la de pintora. Otras veces, el director prefiere jugar sobre seguro y confía en chavales que ya han demostrado sus aptitudes. Joseph Mazzello tenía 10 años cuando le fue confiado el papel de Tim en Parque Jurásico, pero ya había interpretado tres películas y actualmente su filmografía abarca la veintena de títulos, uno de ellos también como director y guionista. Otra apuesta de lo más segura fue la de Haley Joel Osment para David, el patético niño-robot de A. I. Inteligencia Artificial (2001), al que le es implantada la necesidad de amar a una madre que se desprende de él tan pronto como recupera a su hijo real. Cuando Haley Joel fue fichado por Spielberg tenía 13 años, pero ya había aparecido en una docena de películas, entre ellas había sido un Forrest Gump en edad infantil, y sobre todo, el niño que en ocasiones veía muertos de El sexto sentido (M. Night Syamalan, 1999).


Sin embargo, aparecer en una película de Steven Spielberg y lograr con ello la popularidad universal como figuras del cine parece que no es del todo lo que algunos niños y niñas que a lo largo de casi cuarenta años han tenido esa suerte, finalmente deseaban. En Encuentros en la tercera fase (1977), el cineasta ya había decidido que lo suyo en aquel momento era trasladar las claves de sus historias a través de la mirada infantil, tal vez la suya propia todavía, porque con 30 años en aquel momento, las huellas de su niñez todavía estaban frescas. Por eso escogió a Cary Guffey, que entonces tenía cinco años, para que fuera el pequeño Barry, un personaje que ha dejado huella en su autor, que respondió esto en una entrevista: “¿Una imagen que defina mi obra? La escena de Encuentros en la tercera fase en la que Barry está a punto de ser secuestrado por los extraterrestres. Ese niño, de pie, ante la maravillosa y a la vez terrible luz, se asemeja a un fuego que atrae tanto como asusta. El retrato es el de un niño muy pequeño y la puerta muy grande, con un gran peligro que existe más allá de ella”. Icónica imagen que permanece en toda su potencia visual, pero que no fue suficiente para que Cary Guffey pudiera, o tal vez quisiera, seguir en esto del cine. Tras algunos telefilms y películas de bajo presupuesto, Cary se desvinculó de la interpretación, y ahora, con 49 años, trabaja en el campo de los servicios financieros.


Otro encuentro afortunado fue el de Spielberg con un adolescente vietnamita de 14 años que respondía al nombre de Ke Huy Quan. Su familia había abandonado Saigon cuando la ciudad cayó en poder de los comunistas, huyendo en una balsa que pronto se encontró a la deriva. Acogidos en Estados Unidos como refugiados políticos, Ke Huy Quan se convirtió en actor infantil, un niño vivaz que despertó el interés del director cuando buscaba a un chaval de sus características para su película Indiana Jones y el templo maldito (1984). Se trataba del personaje de Tapón, el menudo amigo chino del arqueólogo que sorprende con sus múltiples recursos y encima salva la vida más de una vez a Indi. El simpático Tapón fue una de las sorpresas de la película y lanzó a la fama al joven Ke Huy Quan. Apareció en unas cuantas películas más, entre ellas Los Goonies (Richard Donner, 1985) pero pronto desapareció del panorama. Ahora se le conoce como Jonathan Ke Chuan y ejerce de jefe de especialistas de artes marciales de Hollywood, habiéndose graduado además en la Escuela de Artes Cinematográficas por la Universidad de California. El destino posterior de los niños y niñas Banning de Hook (El capitán Garfio) (1991) tampoco ha sido el de afianzarse en el cine después de ser protagonistas de la película de Spielberg.

Veamos qué ha sido de ellos, uno por uno. Charlie Kosmo tenía 13 años cuando fue Jackie Banning en Hook. Hizo unas pocas películas más, pero ahora es abogado y profesor en la Universidad de Nueva York. Por su parte, Amber Scott, Maggie en el film, era una cría de siete años y esta fue su primera y última aparición en el cine. Ahora es una espléndida mujer de 36 años, graduada en el Trinity College y exitosa influencer, con 200.000 seguidores que atienden sus consejos de moda, decoración y maquillaje. Y Jasen Fisher, que interpretó a Ace, era el único de los tres que, a sus 11 años, ya había trabajado como actor infantil. Pronto se le perdió la pista y ahora se le identifica como jugador profesional de póker (dato que él no ha confirmado ni desmentido) y también ejerce como caddie de golf profesional en Florida.

Pero la más fugaz y sin embargo la más persistente de las presencias infantiles en la trayectoria del director ha sido, sin duda, un personaje sin nombre, al que simplemente se la conoce como “la chica del abrigo rojo” en La lista de Schindler (1993), recordada no sólo porque era la única nota de color en una película en doloroso blanco y negro, sino por el contexto en que su aparición tenía lugar, preludio del horrible destino al que fueron sentenciadas miles de víctimas del Holocausto. El breve papel corrió a cargo de una niña que se llamaba Oliwia Drabowska, había nacido en Cracovia y tenía cuatro años cuando Spielberg la eligió para esa aparición, un personaje anónimo que, según asegura el propio director, existió en realidad. Spielberg aconsejó a Oliwia que no viera la película hasta que no fuera mayor de edad, pero ella no atendió la indicación y vio La lista de Schindler a los 11 años, quedando, según admitió, horrorizada ante las atrocidades que la película mostraba. Fue justamente a los 18 años cuando Oliwia comprendió totalmente el sentido y la finalidad del film, y dijo sentirse orgullosa de haber participado en él. Sólo hizo tres películas más, en personajes juveniles que no tenían nada que ver con su debut. Ahora ejerce de bibliotecaria y el trabajo en las películas ha sido para ella una experiencia que le permitió conocer a quien considera un “genio del cine”, Steven Spielberg.


Niños, adolescentes, jóvenes que un día se convirtieron en una suerte de alter ego de un director que percibió en ellos algo de sí mismo, y lo contó a través de películas que han sido vistas por millones de espectadores. Tal como hemos repasado, unos llegaron al plató casi sin saber de qué iba aquello, otros ya conocían el ambiente. Unos aprovecharon el empujón de Spielberg y construyeron una carrera interpretativa, pero otros dijeron “gracias por la oportunidad” y siguieron un camino diferente. Sin embargo, en todos ellos hay algo que les une en la diversidad de sus destinos: ha sido imposible conseguir que nadie, absolutamente nadie, haya hecho un comentario negativo sobre la experiencia de ser dirigidos por Steven Spielberg. Mas bien al contrario: para cualquiera de ellos fue un director que les exigió lo máximo pero que al final del rodaje se había convertido en un profesor, en un hermano mayor, en un amigo.

ANTONIO SIVERA